En un pequeño pueblo del sur, había un teatro que funcionaba siempre en penumbra. Así, la última obra, que llevaba largos años en cartel, solo la podían seguir claramente los espectadores sentados en los palcos y en las primeras filas del patio de butaca, o sea, los que tenían el privilegio de entrar con invitación. Sin embargo, los espectadores de pago, sobre todo los del gallinero, permanecían siempre alelados, mirando hacia un escenario en el que lo único iluminado era el rostro del protagonista. Apenas podían vislumbrar las siluetas de los actores secundarios.
A pesar de enterarse de la obra la media, dichos espectadores salían siempre con la promesa de volver otra vez y, por tanto, con la esperanza de entenderla una vez por todas. Y transcurrieron varios años así hasta que un día, a un espectador del gallinero, harto de tanta penumbra, se le ocurrió enfocar el escenario con su linterna. De un modo espontáneo e instantáneo, lo imitaron los demás haciendo que todo el teatro se iluminara de repente y que el público lograra, por fin, distinguir claramente qué sucedía en el escenario.
En él, descubrieron que los que hacían de actores secundarios eran personas que gozaban de cierto prestigio y autoridad en el pueblo por ser poseedoras de un grado de instrucción y de cultura avanzado: periodistas, jueces, abogados, profesores, pensadores, escritores, artistas, etc. La luz los cogió desprevenidos a todos llevando a los espectadores a averiguar, con discernimiento, quién era quién y qué papel jugaba cada cual en dicha obra.
En pleno centro del escenario, se veía al actor principal de cuerpo entero, con un látigo en la mano. A su alrededor, varias personas yacían boca abajo en el suelo. Tenían antorchas apagadas y la espalda surcada con latigazos. En cuanto a los respetables del pueblo, estaban dispersos por el escenario. Sus actuaciones eran tan diferentes que suscitaron en el ánimo de los espectadores sensaciones y sentimientos dispares: desde la admiración hasta la tristeza pasando por la rabia y la indignación.
Muchos de entre ellos se hallaban alrededor del verdugo aclamándolo fervorosamente con aplausos y adulaciones. Junto a ellos, acurrucados y callados, otros tiritaban de miedo, mientras que otros, echados en hamacas, estaban fumando puros, mirando hacia otro lado, totalmente ajenos a lo que sucedía a su alrededor. Y, en un rincón recóndito, algunos permanecían escondidos, cavilando desesperadamente sobre cómo arrebatarle el látigo al verdugo para liberar a los azotados y permitirles, por tanto, iluminar el escenario con sus antorchas.
Sin embargo, y como era de esperar, apenas la luz cegadora los hubo bañado a todos ahuyentando súbitamente al verdugo, aquellos que lo vitoreaban se precipitaron hacia la delantera del escenario y alzaron pancartas que rezaban “¡Abajo el verdugo!” y en las que reivindicaban el derecho de los espectadores de pago a ver las obras de teatro con el escenario iluminado. Y si ello fuera poco, ante el asombro y la indignación exacerbados del público, no se les ocurrió nada mejor, para aplacar sus abucheos y sus gritos de “¡Fuera, fuera!”, que amplificarse la voz apoderándose de todos los micrófonos del escenario.
Esta alegoría pretende ilustrar lo que ocurría antes de la Revolución Tunecina y lo que está sucediendo después de ella. Que cada uno, sea espectador o actor, intente determinar, con exactitud y con la menor subjetividad posible, su situación y su función dentro de este gran teatro. Y no importa si, a raíz del test, se corre el riesgo de salir cabizbajo en vez de airoso. Yo lo he hecho solo por obligación moral hacia mí mismo ya que antes que dar cuenta a los demás, lo que debe primar es dar cuenta uno a su propia conciencia.