miércoles, 26 de diciembre de 2012

Las armas del amor

Las armas del amor por DORSAF DOUKI 


La mala gestión del dinero público y su relación con el efecto nefasto de la delincuencia juvenil me parece un tema que debe estar incluido en las preocupaciones de la gente.
No llego a entender la razón por la que los gobiernos gastan mucho dinero en armas que no sirven al final para nada.
Aunque la calle parezca llena de parados y sucia por los mendigos, los gobiernos sinvergüenzas siguen prometiendo a la juventud un futuro próspero.
No se puede salvar la dignidad sin amar la paz, y la paz no pertenece al mundo metafísico sino a la humanidad cuyos derechos y adquisiciones son claros.
Desde mi punto de vista, la juventud, gracias al aprendizaje positivo, llegará a volar con sus propias alas para garantizar un porvenir mejor.
En conclusión, con amor y no con armas hay que luchar contra la corrupción de los poderosos y opresores que gastan el dinero público y se burlan de la juventud.

sábado, 24 de noviembre de 2012

Caperucita verde y el lobo malva(do)


Caperucita verde y el Lobo malva(do)

خضراء خضراء والذئب البنفسجي


Mohamed DOGGUI


Érase una vez, una hermosa niña árabe, que se llamaba Ons (أنس). Como llevaba siempre una capa del color de la hierba fresca, los habitantes de la aldea le aplicaban cariñosamente el mote de Caperucita verde (خضراء خضراء). Era guapa, inteligente y vivaracha. A pesar de su edad temprana y de ser menudita, se mostraba siempre muy diligente en cuidar con esmero a sus queridos padres y hermanos y en ayudar a sus entrañables vecinos.

Sin embargo, ni Caperucita verde ni los que la rodeaban eran felices, aunque tenían todos los ingredientes para serlo. Empañaba su dicha y tranquilidad un lobo feroz, de color malva, que merodeaba día y noche por la aldea amenazando, cual la espada de Damocles, sus ganados y demás animales de corral. Además, por su culpa, nadie se atrevía a acercarse al verde oasis, situado a una legua de la aldea, para recoger fruta y agua fresca. Y también por su culpa, Caperucita verde no podía visitar nunca a su abuela Houria (حورية ) que vivía en pleno oasis.

Un día, harta de esta injusta y tiránica privación, Caperucita verde se armó de valor y, de una pedrada, abatió al malvado lobo. Luego, se dirigió corriendo al oasis ansiosa por descubir las riquezas que atesoraba. Y apenas se adentró en él, se quedó maravillada, ya que en su vida había visto una vegetación tan exuberante ni aguas tan límpidas. Pero, enseguida, se apoderó de ella un sentimiento de rabia e indignación al comprobar que, durante largo tiempo, el fiero lobo había privado a su pueblo del disfrute de ese bien tan valioso que le pertenecía naturalmente.  

Caperucita verde permaneció, durante unos instantes, atónita, confusa, debatiéndose entre la rabia por el triste pasado y el entusiasmo por el futuro prometedor. Pero enseguida resolvió empezar a actuar para recuperar el tiempo perdido. Y antes de ponerse a llenar el cántaro con el agua fresca y cristalina del generoso manantial y la cesta con las frutas lozanas y multicolores de los árboles y las palmeras frondosos, quiso, primero, visitar a su abuela Houria (حورية). Se sentía muy impaciente por verla ya que solo la conocía de oídas. 

Sin embargo, justo antes de alcanzar su casa, un hermoso perrazo, de color verde, se precipitó hacia ella moviendo la cola en señal de bienvenida. Creyendo que era el perro que cuidaba a su abuela, Caperucita verde se arrodilló ante él y empezó a acariciarle el lomo dirigiéndole palabras mimosas. Pero, la pobre niña pecó de ingenua ya que ignoraba que ese perro “manso” y “tierno”, que la acogió luciendo el color de la paz y la esperanza, no era otro sino el mismo lobo malvado que ella creía ya muerto. Después de haber logrado resucitar y mudar de pelaje, se la había adelantado a casa de Houria.

Ahora, ustedes se sienten seguramente ansiosos por saber si Caperucita verde (خضراء خضراء) se percató de la astucia del lobo malvado, si logró salvarse y salvar a su abuela Houria (حورية) de sus zarpas y colmillos. Les aseguro que, igual que ustedes, yo también ignoro si el desenlace del cuento fue feliz o, más bien, trágico. Lo único que sé es que ello dependería del grado de sagacidad que tuviera Caperucita verde, así como de la solidaridad de los suyos y de su capacidad de reaccionar a tiempo. Recemos que así fuera, ya que del lobo no hay que fiarse ni un pelo, dado que es muy sabido que “el lobo muda el pelo, mas no el celo”.



sábado, 17 de marzo de 2012

¡Y el teatro se iluminó!

¡Y EL TEATRO SE ILUMINÓ! por MOHAMED DOGGUI

En un pequeño pueblo del sur, había un teatro que funcionaba siempre en penumbra. Así, la última obra, que llevaba largos años en cartel, solo la podían seguir claramente los espectadores sentados en los palcos y en las primeras filas del patio de butaca, o sea, los que tenían el privilegio de entrar con invitación. Sin embargo, los espectadores de pago, sobre todo los del gallinero, permanecían siempre alelados, mirando hacia un escenario en el que lo único iluminado era el rostro del protagonista. Apenas podían vislumbrar las siluetas de los actores secundarios.

A pesar de enterarse de la obra la media, dichos espectadores salían siempre con la promesa de volver otra vez y, por tanto, con la esperanza de entenderla una vez por todas. Y transcurrieron varios años así hasta que un día, a un espectador del gallinero, harto de tanta penumbra, se le ocurrió enfocar el escenario con su linterna. De un modo espontáneo e instantáneo, lo imitaron los demás haciendo que todo el teatro se iluminara de repente y que el público lograra, por fin, distinguir claramente qué sucedía en el escenario.

En él, descubrieron que los que hacían de actores secundarios eran personas que gozaban de cierto prestigio y autoridad en el pueblo por ser poseedoras de un grado de instrucción y de cultura avanzado: periodistas, jueces, abogados, profesores, pensadores, escritores, artistas, etc. La luz los cogió desprevenidos a todos llevando a los espectadores a averiguar, con discernimiento, quién era quién y qué papel jugaba cada cual en dicha obra.

En pleno centro del escenario, se veía al actor principal de cuerpo entero, con un látigo en la mano. A su alrededor, varias personas yacían boca abajo en el suelo. Tenían antorchas apagadas y la espalda surcada con latigazos. En cuanto a los respetables del pueblo, estaban dispersos por el escenario. Sus actuaciones eran tan diferentes que suscitaron en el ánimo de los espectadores sensaciones y sentimientos dispares: desde la admiración hasta la tristeza pasando por la rabia y la indignación.

Muchos de entre ellos se hallaban alrededor del verdugo aclamándolo fervorosamente con aplausos y adulaciones. Junto a ellos, acurrucados y callados, otros tiritaban de miedo, mientras que otros, echados en hamacas, estaban fumando puros, mirando hacia otro lado, totalmente ajenos a lo que sucedía a su alrededor. Y, en un rincón recóndito, algunos permanecían escondidos, cavilando desesperadamente sobre cómo arrebatarle el látigo al verdugo para liberar a los azotados y permitirles, por tanto, iluminar el escenario con sus antorchas.

Sin embargo, y como era de esperar, apenas la luz cegadora los hubo bañado a todos ahuyentando súbitamente al verdugo, aquellos que lo vitoreaban se precipitaron hacia  la delantera del escenario y alzaron pancartas que rezaban “¡Abajo el verdugo!” y en las que reivindicaban el derecho de los espectadores de pago a ver las obras de teatro con el escenario iluminado.  Y si ello fuera poco, ante el asombro y la indignación exacerbados del público, no se les ocurrió nada mejor, para aplacar sus abucheos y sus gritos de “¡Fuera, fuera!”, que amplificarse la voz apoderándose de todos los micrófonos del escenario.

Esta alegoría pretende ilustrar lo que ocurría antes de la Revolución Tunecina y lo que está sucediendo después de ella. Que cada uno, sea espectador o actor,  intente determinar, con exactitud y con la menor subjetividad posible, su situación y su función dentro de este gran teatro. Y no importa si, a raíz del test, se corre el riesgo de salir cabizbajo en vez de airoso. Yo lo he hecho solo por obligación moral hacia mí mismo ya que antes que dar cuenta a los demás, lo que debe primar es dar cuenta uno a su propia conciencia.