EL NEGOCIO DE LA CULTURA por FERNANDO ANDÚ
Hay un mercado cultural en el que es lícito comprar y vender todo tipo de productos, desde libros de bolsillo hasta valiosísimas obras de arte, desde ideologías más o menos revolucionarias hasta símbolos y emblemas que pretenden encarnar lo más representativo de una colectividad, de una cultura, de una civilización. Y este mercado, que, por un lado, atiende a las necesidades internas del individuo deseoso de reforzar el sentimiento de pertenencia a su comunidad, con perfecta legitimidad y deseable provecho encuentra en el turismo campo abonado tanto para engrosar las arcas de la economía nacional como para proyectar la imagen del país de cara al exterior en el ámbito internacional.
El turismo, como cualquier otro mercado, está regido por las leyes de la oferta y la demanda, siendo su público soberano y los consumidores, detentadores de la razón absoluta; la cultura, sin embargo, pertenece a todos y no pertenece a nadie, suele considerarse un bien público y, por mucho que siempre haya quien trata de apropiárselo, cuenta con instituciones que tradicionalmente se encargan de gestionarlo. En cualquier caso, es bien sabido que turismo y cultura, en países privilegiados por el clima y por la historia, suelen correr parejas; otra cosa es que en ocasiones su estrecha relación no deje de constituir algo así como una amistad peligrosa.
España, sin ir más lejos, durante mucho tiempo fue marca registrada que, con sol y playa, vendía el flamenco y las corridas de toros casi como sus únicos productos culturales dignos de ser comercializados, llegando a identificar en ellos sus más genuinas señas de identidad. Era “la España de charanga y pandereta, cerrado y sacristía, devota de Frascuelo y de María” (como escribiera Antonio Machado en sus Campos de Castilla) una pobre versión de sí misma que, por mucho tiempo, y aun en nuestros días, triunfó allende sus fronteras gracias a los ímprobos esfuerzos publicitarios de quienes se empeñaban en vender la idea de que España era diferente y de que esta diferencia consistía en que todos los españoles somos toreros y juerguistas, todas las españolas, raciales y apasionadas (como Carmen, la del francés Merimée), y el país entero, una mezcla de misa de domingo y tablao flamenco.
No de otra forma ha sucedido y sucede con el mundo araboislámico, y más en concreto, con Túnez, aunque se halle inmerso en un proceso histórico, colonial y postcolonial, de diferente signo. Como bien apuntaba Edward Said (1935-2003) en su polémico aunque muy esclarecedor "Orientalismo" (1987), no pequeña parte de responsabilidad en el proceso de reducción, simplificación y falseamiento de la visión que de Oriente circula entre los occidentales debe mucho a los orientalistas que desde principios del siglo XIX explotaron a base de bien la imagen de un Oriente de las mil y una noches, y, con ella, valores como la sensualidad y el exotismo mezclados con la figura del buen salvaje, a los ojos de un occidental, figura atractiva y repulsiva al mismo tiempo en tanto que suma y cifra de la barbarie sublimada. En verdad, sin dejar de aplaudir las atinadas observaciones del intelectual palestino, fuerza es reconocer que si los consumidores de la metrópoli se dejaron seducir por estos espejismos, fue porque buen número de dirigentes locales se aprovecharon de ellos, pactando con el colonizador, enriqueciéndose a su costa y, simultáneamente, denunciando ante sus correligionarios la intervención extranjera en la explotación directa de estas imágenes y recursos turístico-culturales.
En absoluto reñidas con el turismo cultural, instituciones como la Universidad y demás centros educativos, al lado de artistas e intelectuales que sustentan un verdadero diálogo intercultural –y no dinámicas oportunistas y demagógicas-, deben ocuparse de desterrar esas imágenes falsas, esos clichés y estereotipos que, repetidos hasta la saciedad, conducen una vez sí y otra también de la ilusión al desengaño. Con el amor por la verdad y por el conocimiento que se nos supone a quienes profesamos en el mundo de la educación y de la cultura, poco a poco conseguiremos desterrar la ignorancia y el rechazo radical hacia los otros, que son las estrategias favoritas de quienes tratan de evitar el contacto directo con el exterior, la mezcla sin prejuicios, el mestizaje entre seres humanos que compartimos la voluntad de serlo por encima de nuestras (benditas) diferencias. Solo así llegaremos a abrir de par en par todas las fronteras de nuestros países: no solo sus fronteras físicas sino lo que es mejor, sus fronteras mentales.
Brillante articulo, Fernando, que bien podría integrarse en la programación del congreso sobre Multiculturalismo… Por otra parte, tu justa crítica de cierta “verticalidad mediocre” no debe empujarnos hacia concepciones que, en las antípodas, nos hagan caer en una “horizontalidad populista” y, por tanto, vana.
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