Primera entrada de este curso académico que comienza. ¡Espero que sea muy fructífero!
Uno de los cuentos de mayor éxito en mi infancia era aquel de Hans Christian Andersen (Odense, 1805-Copenhage, 1875) que lleva por título “El traje nuevo del emperador”. Integrado en Cuentos de hadas contados para niños (1837), el cuentecillo del autor danés, auténtico superventas de la literatura infantil de todos los tiempos, se corresponde con varios relatos tradicionales pertenecientes a muy diversas culturas, como demuestra de manera fehaciente el hecho de que Aarne y Thompson incluyeran su argumento con el número 1620 en Los tipos del cuento folklórico (1961). En la edición en español de este estudio clásico podemos leer: “La ropa nueva del rey. Un impostor finge hacer ropa para el rey y dice que la pueden ver solo los de nacimiento legítimo. El rey y los cortesanos temen confesar que no pueden ver la ropa. Por fin un niño que ve al rey desnudo revela el engaño…”.
Como no podía ser de otra forma, el argumento en cuestión tiene tradición y larga fortuna también en la literatura española. Por citar únicamente sus apariciones más destacadas, lo encontramos al lado del motivo de la pintura solo visible para cornudos en el cuento XLIX de la primera parte del Buen aviso y Portacuentos de Joan de Timoneda (Valencia, circa 1520-1583) y, sobre todo, en el exenplo XXXII de El conde Lucanor del infante Don Juan Manuel (Escalona, 1282-Córdoba, 1348) y en el Retablo de las maravillas, divertidísimo entremés de Miguel de Cervantes (Alcalá de Henares, 1547-Madrid, 1616).
En cuanto a estas dos obras maestras de la literatura en lengua castellana, ambienta su exenplo Don Juan Manuel en tierra del islam, cuestión no baladí en su deliciosa versión del argumento, ya que el rey desnudo que lo protagoniza atribuye al paño de que está confeccionado su inexistente traje la propiedad de desenmascarar a los hijos ilegítimos, los únicos que no pueden verlo, y de esta forma “acrecentar mucho lo suyo; ca los moros no heredan cosa de su padre si no son verdaderamente sus fijos…”.
Abundando en este tema pero con la limpieza de sangre como referencia que añade verosimilitud a la actualización del motivo, aún menos baladí resulta el marco elegido por Cervantes para su entremés, un pequeño pueblo castellano donde el miedo a ser tachado de converso de moro o de judío alcanza a grandes y a pequeños, desde el gobernador y el alcalde hasta villanos y pecheros, bastándose y sobrándose tal cautela para urdir una sencilla pero muy eficaz trama en torno a un ingenio que “ (…) por las maravillosas cosas que en él se enseñan y muestran, viene a ser llamado Retablo de las Maravillas; el cual fabricó y compuso el sabio Tontonelo (…) que ninguno puede ver las cosas que en él se muestran, que tenga alguna raíz de confeso, o no sea habido y procreado de sus padres de legítimo matrimonio…”.
Como cumple en todas las versiones del argumento, tanto en el exenplo de Don Juan Manuel como en el entremés de Cervantes el engaño consiste en hacer pasar por real y verdadero lo que no es sino fingido e imaginado. Y si los burladores de El conde Lucanor utilizan al efecto un móvil, el interés material, compartido por engañadores y engañado (o persona que se deja engañar), el embaucador que protagoniza El retablo de las maravillas saca el máximo provecho al silencio cómplice del gobernador, del alcalde y del secretario, a quienes se les supone una gran autoridad moral e intelectual en el seno de la comunidad que es objeto del engaño.
No descubro nada si digo que vivimos tiempos propicios para todo tipo de engaños y que engaños de esta naturaleza, también en nuestro ámbito, el de la enseñanza, están a la orden del día: con la ayuda de falaces estadísticas y habida cuenta de la carencia de la formación necesaria para desenmascarar al farsante de turno, la mediocridad suele disfrazarse de excelencia y, resuelta en autocomplacencia, se ve a menudo coronada por el triunfalismo interesado y cómplice de sus beneficiarios.
Así las cosas, inmersos en este cuento que parece de nunca acabar, no quedan más opciones que perpetuar el silencio, la mentira y el miedo en función del rédito que de ellos pueda obtenerse, o, como el chiquillo del cuento del autor danés, como el negro del exenplo de Don Juan Manuel o como el furrier del entrevés cervantino, no admitir ya ninguna componenda, y, pues que sabemos que el emperador está desnudo, declararlo en voz alta y bien claro y ponerse a vestirlo desde ahora, entre todos, dejándonos de imposturas.
EL EMPERADOR DESNUDO por FERNANDO ANDÚ
Uno de los cuentos de mayor éxito en mi infancia era aquel de Hans Christian Andersen (Odense, 1805-Copenhage, 1875) que lleva por título “El traje nuevo del emperador”. Integrado en Cuentos de hadas contados para niños (1837), el cuentecillo del autor danés, auténtico superventas de la literatura infantil de todos los tiempos, se corresponde con varios relatos tradicionales pertenecientes a muy diversas culturas, como demuestra de manera fehaciente el hecho de que Aarne y Thompson incluyeran su argumento con el número 1620 en Los tipos del cuento folklórico (1961). En la edición en español de este estudio clásico podemos leer: “La ropa nueva del rey. Un impostor finge hacer ropa para el rey y dice que la pueden ver solo los de nacimiento legítimo. El rey y los cortesanos temen confesar que no pueden ver la ropa. Por fin un niño que ve al rey desnudo revela el engaño…”.
Como no podía ser de otra forma, el argumento en cuestión tiene tradición y larga fortuna también en la literatura española. Por citar únicamente sus apariciones más destacadas, lo encontramos al lado del motivo de la pintura solo visible para cornudos en el cuento XLIX de la primera parte del Buen aviso y Portacuentos de Joan de Timoneda (Valencia, circa 1520-1583) y, sobre todo, en el exenplo XXXII de El conde Lucanor del infante Don Juan Manuel (Escalona, 1282-Córdoba, 1348) y en el Retablo de las maravillas, divertidísimo entremés de Miguel de Cervantes (Alcalá de Henares, 1547-Madrid, 1616).
En cuanto a estas dos obras maestras de la literatura en lengua castellana, ambienta su exenplo Don Juan Manuel en tierra del islam, cuestión no baladí en su deliciosa versión del argumento, ya que el rey desnudo que lo protagoniza atribuye al paño de que está confeccionado su inexistente traje la propiedad de desenmascarar a los hijos ilegítimos, los únicos que no pueden verlo, y de esta forma “acrecentar mucho lo suyo; ca los moros no heredan cosa de su padre si no son verdaderamente sus fijos…”.
Abundando en este tema pero con la limpieza de sangre como referencia que añade verosimilitud a la actualización del motivo, aún menos baladí resulta el marco elegido por Cervantes para su entremés, un pequeño pueblo castellano donde el miedo a ser tachado de converso de moro o de judío alcanza a grandes y a pequeños, desde el gobernador y el alcalde hasta villanos y pecheros, bastándose y sobrándose tal cautela para urdir una sencilla pero muy eficaz trama en torno a un ingenio que “ (…) por las maravillosas cosas que en él se enseñan y muestran, viene a ser llamado Retablo de las Maravillas; el cual fabricó y compuso el sabio Tontonelo (…) que ninguno puede ver las cosas que en él se muestran, que tenga alguna raíz de confeso, o no sea habido y procreado de sus padres de legítimo matrimonio…”.
Como cumple en todas las versiones del argumento, tanto en el exenplo de Don Juan Manuel como en el entremés de Cervantes el engaño consiste en hacer pasar por real y verdadero lo que no es sino fingido e imaginado. Y si los burladores de El conde Lucanor utilizan al efecto un móvil, el interés material, compartido por engañadores y engañado (o persona que se deja engañar), el embaucador que protagoniza El retablo de las maravillas saca el máximo provecho al silencio cómplice del gobernador, del alcalde y del secretario, a quienes se les supone una gran autoridad moral e intelectual en el seno de la comunidad que es objeto del engaño.
No descubro nada si digo que vivimos tiempos propicios para todo tipo de engaños y que engaños de esta naturaleza, también en nuestro ámbito, el de la enseñanza, están a la orden del día: con la ayuda de falaces estadísticas y habida cuenta de la carencia de la formación necesaria para desenmascarar al farsante de turno, la mediocridad suele disfrazarse de excelencia y, resuelta en autocomplacencia, se ve a menudo coronada por el triunfalismo interesado y cómplice de sus beneficiarios.
Así las cosas, inmersos en este cuento que parece de nunca acabar, no quedan más opciones que perpetuar el silencio, la mentira y el miedo en función del rédito que de ellos pueda obtenerse, o, como el chiquillo del cuento del autor danés, como el negro del exenplo de Don Juan Manuel o como el furrier del entrevés cervantino, no admitir ya ninguna componenda, y, pues que sabemos que el emperador está desnudo, declararlo en voz alta y bien claro y ponerse a vestirlo desde ahora, entre todos, dejándonos de imposturas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario